Ya apuntaba maneras esta joven
desde el minuto uno. Desde sus inicios fue una enamorada del agua. Sus padres
eran los típicos obsesos del deporte y su objetivo en esta vida no fue otro que
el de convertir a su joven hija en una deportista de élite a toda costa. A los
tres años aprendió a nadar, y a los cuatro a tirarse de cabeza. Sorprendió en
los cursillos a propios y a extraños con su estilo en la natación. Su
habitación pronto comenzó a teñirse de brillantes metales que consagraban sus
logros en la disciplina de la natación. Su carrera estaba llamada a perdurar en
la intrahistoria de su país. Lo tenía todo para triunfar, unos padres que
apoyaban y un físico que parecía estar más hecho para la vida acuática que para
la terrestre. Su presencia en el equipo nacional en los siguientes JJ.OO. era
un secreto a voces, y todos los diarios hacían eco de la proyección
estratosférica de su carrera. Con ella el futuro estaba asegurado.
Pero no era oro todo lo que
relucía. La clave en la carrera de todo deportista pasa por un punto de
inflexión que determina el porvenir de su carrera. Ese punto, por todos
conocido, se conoce comúnmente como la edad del pavo. Sus padres estaban más
centrados en el patrocinio y en amasar dinero, que en la educación de su propia
hija.
El nefasto momento llegó en
Pekín. Gervasio de Fer y ella dieron positivo. Su carrera se truncó, sus becas
y patrocinios se esfumaron y la que
estaba llamada a ser la estrella de un país acabaría sus días en el CES Don
Bosco para convertirse en una simple y llana “maestra escuela” del tres al
cuarto.
Su vida pública pasó a un segundo
plano, pero al menos consiguió la estabilidad y la cabeza amueblada a la que
generalmente se suele privar a estos niños prodigio.